La carretera sinuosa se abría ante mí mientras intentaba
cerrar la mente para no dejar que los últimos acontecimientos me arrasaran. No
suelo mirar por la ventana pero aquel viaje fue distinto porque cada árbol,
cada roca y cada pueblo que pasábamos rezumaban vida y era incapaz de no
pensarte en ellos.
Al llegar, un pequeño pueblo escondido entre las diversas tonalidades verdes que nos ofrecía la sierra nos daba la bienvenida donde había pequeñas casas apiladas, llenas de flores rojas, amarillas, rosas y con las fachadas de piedra y escudos. El olor se hizo puro y la piel se erizó cuando afloraron los sentimientos que hasta ese momento pude contener. Las personas se acercaron con sus caras arrugadas por el paso del tiempo, otras eran morenas con ojos brillantes curtidas por el sol por trabajar la tierra sin ningún tipo de ayuda y se llenaban de sonrisas y lágrimas al vernos llegar.
Las palabras de aliento y los abrazos no hicieron más que
quebrar la muralla de aparente serenidad que portaba. El cúmulo de sensaciones que sentí pasó por mareos,
náuseas, enfado, desazón y tristeza absoluta. El tiempo pasaba demasiado
deprisa y de pronto te vi llegar en aquel coche negro. Y lloré y las piernas me
fallaron al pensar lo injusto que era todo y no podía, no podía estar ahí…
Quizá el único consuelo posible era pensar que por fin
habías regresado a casa.
- A ti abuelo, porque aún no me creo que no estés aquí.
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Este relato participa en la iniciativa #relatosRegreso de @divagacionistas
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